sábado, 17 de marzo de 2007

A Herr Haller, en su nombre

Viejo lobo estepario, somos iguales.
Te vi, vagabundo como yo, buscando algo que extrañás sin saber qué es; respondiste a mi llamada como a un igual, como a un espejo. Te acercaste cabeza baja, con timidez y humildad, tratando de resultar agradable de la única forma retorcida que conociste. Tus ojos tristes buscaron la tristeza en los míos, como siempre, buscando tu propia tristeza, viejo lobo estepario. Somos uno.
Mi mano acaricia tu pelaje negro y gris, como me acaricia a mí mismo, tu testa silenciosa y agradecida. Te detuviste un momento, dos, veinte, una pausa en la huida hacia adelante de aquella estepa odiada de la que escapaste anhelando, eternamente, volver. De tu soledad y la mía hicimos una sola melancolía, uno más uno sumaron un enorme y silencioso cero, viejo lobo.
Por ese rato susurrante y nocturno fuimos hermanos en la penumbra, adivinando la bestia en el otro, lo salvaje acallado, contenido, oprimido. Murmuré palabras aunque no caben, nunca caben palabras en el desierto, sólo desierto, silencio y miradas. Mi mano compartió tu pelo, tus pulgas que son las mías, tu tristeza que nos contagiamos el uno al otro. Buscamos afecto donde no está, donde sabemos que no está, nos acechamos, nos torturamos, viejo lobo estepario. Somos el mismo.
El momento pasó, nos encontramos fugazmente como dos almas grises nunca se encuentran, y se separan. Diste vuelta tu cuello viejo y leí ese amor y ese odio hacia mí, hermano del amor y del odio que tenés por vos mismo. Te alejaste para no volver a mirar atrás; tu pata rascó mi espalda, mis dedos rascaron tu anca. Te alejaste por las sombras de los árboles y te perdiste, por supuesto. Nos gusta caminar por las sombras. Ambos lo sabemos, viejo lobo estepario. Somos iguales.

miércoles, 14 de marzo de 2007

Sólo para obsesivos

Estás en el colectivo, sentado en el mismo lugar en el que vas a permanecer por cincuenta minutos más. Hay una persona sentada enfrente tuyo. Hombre, mujer, joven, viejo, no importa.

Tiene un pelo blanco en el hombro.

Como una mínima serpiente, cinco grotescos centímetros enredados en el tejido negro como en una trampa, un apéndice abyecto y maldito destacando en el desierto de hilo, una lanza cana clavada en mi costado, una blanca señal, un eclipse a la inversa, un faro, desubicado, descastado, intruso, extranjero, por qué? Por qué ahí, justo ahí, blanco sobre negro, enfrente mío? Por qué en este asiento, por qué en este colectivo, por qué hoy, por qué yo? Dos dedos. Pulgar e índice, pulcros y atentos, un "disculpe" murmurado, una interrupción, qué lindo sería sentir la leve presión del cabello liberándose y la frescura de la brisa que lo llevará al olvido, la destrucción de esa paradoja que me destruye. Un borrón, una mancha en un día perfecto, me levanté temprano, me siento bien, salí a tiempo, llego puntual, bien vestido, todo en orden, un pelo en el hombro. Un maldito pelo en el hombro y ahora la vida es un infierno. Yo lo hago. Yo me levanto y lo hago, levanto a esa cosa inerte y babeante, la cacheteo, la hago reaccionar ante la inminencia de la imperfección, maldito seas, quien quiera que seas, tenés un pelo en el hombro. Y en el momento en que prácticamente tomo la decisión de tomar algún tipo de acción, ese ser ignoto se levanta y baja del colectivo.

Respiro. El mundo está en orden de vuelta. Todo está bien, tranquilo, todo está bien. Una señora se sienta en el asiento vacío.


Tiene mayonesa en la nariz.